La propuesta de Patricio es un viaje, un periplo de ida y vuelta. Una travesía iniciada en 1973, cuando Patricio Salinas contaba con 24 años. El lugar: Chacabuco, en el desierto de Atacama (Chile). Sus regresos, años después, al campo de prisioneros donde estuvo cautivo, es una manera de ponernos ante nuestra mirada lejana, los acontecimientos ocurridos en Chile, aquel fatídico año. También es volver para mantener la memoria fresca de lo ocurrido, para no olvidar a las personas que conoció.
Pero, además, hay otra lectura en su exposición, en “Geometría de un cautiverio” se desarrolla un mapa de la infamia, que no está nada lejano de nosotros, ni en la forma ni en su contenido. Eso es lo que le da a esta muestra una actualidad aplastante. Cada poco tiempo podemos leer en las noticias, el descubrimiento de nuevos campos de prisioneros que los gobiernos de diferentes países intentan mantener ocultos, lugares fuera de circuito, alejados de las poblaciones, donde se ejerce la violencia sin tener que dar explicaciones. Donde la deshumanización es brutal. Chacabuco puede llamarnos a la puerta de casa en cualquier momento.
En España, donde algunos se empeñan en ocultar los crímenes de la dictadura franquista, en donde han intentado convencernos de que la transición fue “suave”, y en el que nunca se ha hecho justicia a los asesinados por el regimen, porqué los sucesores del mismo han tomado el poder en las instituciones, la obra de Patricio tiene un valor enorme. Porque aunque ocurra en Chile, es trasladable a cualquier parte del mundo donde se ejerza la violencia contra las personas por ideología, religión o sexo. Convirtiéndose en una obra universal.
Quizás eso sea lo más escalofriante de “Geometría...”, pero asimismo me causa pavor, que países “garantes de las libertades y la democracia” se hayan convertido en los mayores productores de estos agujeros negros en todo el mundo, donde las personas dejan de existir.
Aparte de la potencia estética de las fotografías que presenta Patricio Salinas, no podemos desligarla, ni tenemos que hacerlo, de su valor testimonial, de las historias que encierran cada instantánea. No tenemos que olvidar que la violencia contra el “otro” está a la orden del día y que, desgraciadamente, historias como la de Patricio, siguen desarrollándose ante nuestros pasmados ojos.
Antonio Luque
ATACAMA: GEOMETRÍA DE UN CAUTIVERIO
PATRICIO SALINAS
A mediados de noviembre de 1973, dos meses después del Golpe militar chileno, fui trasladado, junto a otros 300 prisioneros, a Chacabuco, un expueblo salitrero abandonado y cercado con alambradas electrificada y campos de minas en medio del desierto de Atacama. Me ubicaron en una de las casas de barro en el pabellón 23. Mis pertenencias eran, además de la ropa que portaba, tres frazadas, un pocillo, un jarro y una cuchara. Mi habitación de veinte metros cuadrados era compartida por cinco compañeros más. El suelo era de tierra y tenía dos camarotes de madera, de tres pisos cada uno. La ventana, sin vidrios, la cubría una aspillera. En las listas figuraba como el prisionero número 32.
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El paisaje de pampas áridas, de piedra y arena, cambiaba según la posición del sol. Sobre él se dibujaban angostas líneas, trazadas por los rieles de un ferrocarril construido a comienzos del siglo pasado por los ingleses, para el transporte del salitre en camino a Europa. Cada tanto, estaciones de trenes abandonadas. Y varios pueblos fantasma. Entre ellos, Chacabuco. Su teatro, que aún se conserva, fue construido con una capacidad para 1200 espectadores. Allí, en pleno auge industrial del salitre, se escuchó “Aída”, “Otello”, “La bohème”, interpretadas por grandes tenores traídos de todas partes del mundo, para que los señores se sintieran más cerca de casa. Pero entonces, cuando los prisioneros llegamos a ese lugar, ya el polvo y la arena habían deformado las butacas, aunque aún hoy se pueden leer los números inscritos en los respaldos de los asientos.
Chacabuco, que llegó a tener más de siete mil habitantes, fue abandonada a comienzos de los años 40. Paradójicamente revivió treinta años después, gracias a los militares chilenos que lo transformaron en un campo de prisioneros políticos.
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A poco tiempo de estar en el desierto aprendí que no siempre nuestros ideales de hombres solidarios correspondían a la realidad y que era necesario implementar métodos personales de sobrevivencia. Los militares, nos dividieron por categorías: médicos, abogados, periodistas, ingenieros, profesionales técnicos. Las casas grandes, de mejores condiciones, piso de madera y techos altos fueron asignadas a los profesionales destacados. Al resto se nos hacinó en casas semi destruidas y estrechas.
Los mismos vicios y categorías que norman la desigualdad de la sociedad civil rápidamente se reprodujeron en esta sociedad anómala de prisioneros. Los que tenían dinero podían comprar pollo o carne en el rancho-almacén que administraban los militares; el resto, debía conformarse con sopas aguadas y pobres. Cuando se estableció el servicio de correos, los presos de mejor situación económica, recibían encomiendas con alimentos extras de buena calidad; el resto, nos quedábamos mirando.
También otros servicios estaban sujetos a negociaciones. “Te la sobo”, ofrecían los prisioneros desesperados al sacerdote que trabajaba para los militares, y que retenía y censuraba las cartas de amor que les enviaban sus parejas. A veces, recién lograban leerlas tras acudir a reuniones íntimas a las que los llamaba el sacerdote y durante las cuales prometía introducirlos en la pastoral católica.
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Hasta finales de julio de 1974 pasaron por Chacabuco 1243 prisioneros, la mayoría era detenido sin acusación alguna. De los cuales 27 % eran obreros; el 13 % eran estudiantes; el 33 % empleados y profesionales; el 16,5 % eran comerciantes y artesanos y 9,5 % profesores de distintos niveles. Edad media de los prisioneros, 30 años. Cerca de 1.000 fueron atendidos en el policlínico por médicos presos: el 53,7 % padecía de enfermedades digestivas, el 38,5 % de dificultades respiratorias, el 37,3 % de alteraciones al sistema nervioso, 29,3 % con problemas en el aparato locomotor, 20,4 % con enfermedades a la piel y 9,3 % con problemas de genito-urinario.
Estas cifras, que hoy reviso con distancia, son parte de los apuntes que tomé en esos años, registrando asuntos que atañían a la alimentación, los hábitos, la salud y las relaciones que se desarrollaban en esta comunidad forzada. Dediqué mucho tiempo a estas observaciones y llené varias hojas con toda clase de información que, al dejar el campo, escondí bajo tierra. Quizás, esta tarea fue influenciada por mis estudios previos de sociología. Hoy pienso que fue, simplemente, la forma que encontré de sobrevivir allí.
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La guardia militar se cambiaba cada dos semanas, para evitar que estrecharan relaciones de amistad con los prisioneros. Cada nuevo oficial hacía gala de su propio “estilo” de mando. Algunas semanas teníamos que salir a trabajar a las afuera del campo sitiado, en las ruinas de lo que fue una moderna industria del salitre en los años 1920. Nuestra tarea era recoger restos de metales para construir zanjas que, según nos decían, eran los fundamentos de un futuro vergel que emplazarían en medio del desierto. Otras semanas, nos obligaban volver a rellenar las mismas zanjas que habíamos cavado con un esfuerzo extremo. Era la forma de quebrarnos psicológicamente, comprobándonos que nada valía nada y que el trabajo había sido inútil.
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Entre los compañeros, tuve amistad con Oscar Vega, un hombre ya viejo y de mirada cansada. Nos juntábamos por las mañanas, después del desayuno y me contaba su historia de trabajo en las minas y su lucha por una mejor sociedad. Y había estado encarcelado antes, en el campo de Pisagüa, en los años 40, acusado de activismo sindical. Y, curiosamente, cuando niño había vivido en este mismo pueblo, en Chacabuco. Una mañana de diciembre, Oscar no apareció. Ya me había dicho en qué casa había vivido y partí a buscarlo allí. Encontré su cuerpo aún caliente: estaba colgado de una viga de madera. Lo sacudí con fuerza, desesperado, intentando bajarlo con la ayuda de otro prisionero. Pero ya estaba sin respiración y sobre el piso de tierra se habían vaciado sus secreciones orgánicas.
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La realidad y las pesadillas se confundían. No era posible refugiarse en los sueños. A veces, en mitad de una noche, los militares ingresaban en redadas a nuestras habitaciones, con sus rostros camuflados, buscando cuchillos o elementos contundentes que sirvieran como armas. Otras noches, simplemente observábamos la coreografía de estrellas en el cielo limpio de Atacama. Una tarde, toda la población penal, avistó con asombro unos movimientos caprichosos a gran velocidad: nunca supimos si eran estrellas fugaces u ovnis.
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En el desierto, a cualquier hora, deambulaban también militares con sed de revancha, entre ellos, la caravana de la muerte del General Arellano Stark que sembró pánico en las cárceles y campos de prisioneros. Elegía a dedo a sus victimas y los fusilaba sin juicio alguno. Sus cuerpos desaparecían para siempre en las arenas de Atacama. A nosotros nos “visitò” en Chacabuco el general Oscar Bonilla, entonces ministro del interior de Pinochet, y el coronel Jorge Espinoza mano derecha del encargado de la seguridad, Manuel Contreras.
Tras un año en Chacabuco fui trasladado a otros campos de prisioneros y más tarde expulsado de mi país. Desde entonces, me he dedicado a la fotografía. Quince años después, regresé a este lugar para volver a mirar este pasado desde mi presente. Con sentimientos encontrados, y observando cada detalle de esos pueblos y parques industriales salitreros mudos, testigos del “sueño del oro blanco” en los 20 y de la violencia de Estado en los 70. No sé por qué lo primero que hice fue visitar la casa de la viga rota, allí donde mi compañero de prisión, Oscar Vega, decidió quitarse la vida. Hasta hoy, nadie sabe dónde está enterrado su cuerpo.
Desde entonces, he regresado muchas veces al desierto. He vuelto a recorrer esos caminos que se pierden en la nada. Si no fuera por las pendientes y lomas, desaparecería el tiempo y el espacio: todo sería de una eterna monotonía, muy cercana a la locura.
Fotografies: Antonio Luque