Un tanto perdida en Europa, recién llegada y sin dinero, recuerdo el día que me topé por primera vez con un cartón de frutas. ¡No sé cómo no los había visto antes! ¡Eran maravillosos! Cada uno tenía un carácter particular, un diseño distintivo, un nombre propio: “Lolita”, “Los frescos”, “Rey Sur” .Fue un descubrimiento increíble e inmediatamente comencé a recopilarlos y a pintarlos con la fascinación de cualquier coleccionista. Cada estación traía consigo una ola de frutas y verduras, y por ende, con cada estación se desplegaba un mundo de cartones y diseños diferentes. Parece ridículo, pero en un momento de mi vida, estos cartones le dieron sentido a mi día a día, así fue como empecé a buscarlos y a pintarlos con entusiasmo, como si encontrase en ellos el interlocutor que en esos momentos no tenía, cada cartón me proponía un conversación propia, era estimulante, justo lo que necesitaba.
Y me parece curioso que no encontré alivio a mis angustias y necesidades en aquel momento en ningún espacio cultural o académico legítimo, sino entre lo que había sido desechado, entre lo que no tenía valor ni despertaba interés alguno para la mayoría de los mortales. Mirar los cartones con deseo fue un rencuentro con esa capacidad de adjudicarle un valor poético a lo que me rodeaba, algo que hacemos con naturalidad en la niñez pero que vamos olvidando o estandarizando durante la vida adulta. La pobreza del material, en su sentido más literal y callejero, me dio una lección que trascendía el proceso artístico, revindicaba una convicción: hay miseria y belleza en todas partes. No es solo la calidad de los objetos, de la gente o de los tiempos la que le define nuestro destino, es también en parte la calidad de nuestra mirada. Los cartones cautivaron mi mirada, la avivaron, la invitaron a ser juguetona, humilde, divertida, accesible y estaré siempre agradecida a todas las fábricas de cartones de fruta del mundo por eso. Y para terminar decir, que sé que mientras haya cartones habrá vida. Al menos para mí.
Blanca Haddad
Para conocer a Blanca Haddad no podemos quedarnos en su vertiente de pintora, tenemos que conocer a la Blanca poeta, a la Blanca combativa... a todas y cada una de las mujeres que hay dentro de ella. Quedarnos en una sola sería casi un ejercicio inacabado.
Blanca se expresa con una ternura y cotidianidad enorme. Pero Blanca es así, cercana, y en la exposición que presenta en La Grey, en sus personajes pintados sobre cajas de cartón, antiguos contenedores de frutas, también está representada ella, y su entorno más próximo y familiar.
En su pincelada rápida, en los colores brillantes, en los gráfitis que asoman entre las capas de pintura, entre los textos que la pintora ha dejado visibles, se desarrolla una potencia desgarradora... Blanca tiene mucho que decir y lo hace a gritos, sus obras nos evoca a los principios del arte urbano, personajes contemporáneos, llenos de contradicciones, explosionan ante nuestra mirada, torbellinos parecidos a huracanes.
En los rostros que presenta Blanca, su personajes embozados, están llenos de ojos, vigilantes, personas que están al límite de la legalidad, mientras que en el cartón que da nombre a la exposición, “Los frescos”, los ojos la rodean, no tienen rostros, voyeurs que quedan amplificados por los dibujos de cabezas de cerdo entre esas miradas ocultas. La desnudez y la vulnarabilidad de la mujer, quedan aún más remarcadas por la autora.
El mensaje que presenta Blanca es diáfano, y su mirada zarca me conmueve. Su pintura, como su poesia, conlleva un acto creativo que en estos días es difícil de encontrar en el Arte contemporáneo europeo, y eso nos hace recapacitar sobre la frescura que hemos perdido.
Antonio Luque
Fotografies: Francesc Roig